RELATOS
De vez en cuando escribo algún relato. Aquí os dejo dos.
😊💗
GRACIAS PAJARITOS
Hola,
soy una de las enanitas de Blancanieves. Sí, habéis oído bien, chica, mujer, de
género femenino. Os diré algo, no os creáis eso de que el príncipe es el héroe
que salva a la princesa, no, no, no. Eso no es cierto, ese tío es un perturbado
mental, un pervertido que va por la vida de bondadoso pero que en realidad está
grillado y tiene un corazón insensible.
¿Queréis
saber la verdadera historia?, ¿sí?, ¿estáis seguros?... Bueno, vosotros mismos,
después ya no veréis el mundo de las princesitas igual, os lo advierto. En fin,
allá va… Ah! solo una cosa más, mi
nombre es Isobel y esta es mi historia.
El
día en que comenzó todo era un día lluvioso, de esos de lluvia fina que parece
que no moja, pero que al cabo de cinco minutos estás calada hasta los huesos.
Ese día, pese al incesante goteo, mi hermana
mayor, Rose, me mandó ir a la aldea a por unos rábanos y un poco de pescado en
salazón. No quería contradecirla, —pese a que sabía que lo hacía adrede—,
porque llevábamos una temporada que discutíamos por cualquier cosa, como por
ejemplo, ordenarme que hiciera mejor las camas de todas mis hermanas o que no
arrancara las plumas de los pajaritos que se asomaban a nuestras ventanas. Todo era un poco desesperante. Mientras todas
cantaban al unísono canciones estúpidas con la cursi de la princesa que se había
acoplado en nuestra casa, yo tenía que ir a comprar con la que estaba cayendo,
aunque, para decir verdad, eso era un verdadero alivio.
Cogí el camino más largo para evitar
encontrarme con Ferdinand, el príncipe que merodeaba por nuestra casa
intentando ver cuando se duchaba Blancanieves o alguna de nosotras. Sí, así es,
ese príncipe tenía engañada a todas mis hermanas con sus artes seductoras. ¡Y
qué decir de la princesa! a esa le tenía el cerebro polarizado. Decía estar profundamente
enamorada de él, al igual que él de ella. Si ella supiera…
Pues bien, el príncipe encantador llevaba
acosándome exactamente dos meses, desde que Blancanieves llegara a nuestra
pequeña casita del bosque. Dos meses de angustia contrariada en la que tenía
sueños en los que sus largos dedos se cernían a mi cintura. Dos malditos meses
en los que sus azules ojos me repasaban de arriba abajo sin cortarse un pelo
haciéndome sentir como si estuviese andando desnuda por la casa. ¿Y quién me
iba a creer? Yo os lo diré: nadie. Y ¿sabéis lo malo de toda eso?, que aunque
entonces yo no lo sabía, me gustaba a rabiar cómo me miraba ese mal nacido.
Yo soy una enanita, sí, pero no nos llaman
así porque seamos eso, enanas. De hecho creo que, si no me equivoco, mido un
metro sesenta y cinco. En fin, nos llaman así porque todos los que viven en el
pueblo, incluidos los príncipes y princesas, miden unos veinte centímetros más
que nosotras, de modo que nos hemos ganado ese dulce apodo en toda la aldea. A
mí me trae sin cuidado el dichoso mote. A la única de mis seis hermanas que le
molesta es a Melinda, la cuarta y la más bajita— aunque sólo por dos
centímetros respecto a todas las demás—. Para todos los de la aldea el hecho de
tener esa altura, con el añadido de que somos mujeres y hermanas, es sinónimo
de ser como los supuestos duendes que habitan el bosque, —aunque yo,
personalmente, nunca he visto alguno—. Esas tontas suposiciones nos han
otorgado la fama de trabajadoras incansables —que lo somos, quiero puntualizar—
y proporcionado una cabaña entre los robles y castaños, para satisfacción mía,
todo hay que decirlo.
Aunque para ciertas cosas, —y este era el
caso—, ser una enanita no era tan bueno. ¿Cómo les iba yo a contar a mis
hermanas que Ferdinand me acosaba sexualmente? ¿No se suponía que era el
protector de la desvalida Blancanieves, a la que su malvada madrastra la quería
criando malvas? Desde luego era un problemón, porque sí, es cierto que todos
habíamos visto cómo había salvado a la princesa de una muerte segura con ese
beso que le dio, pero es que… ¡¿nadie vio que cuándo le metía la lengua en la
boca me miraba a mí?! De veras que nunca lo entenderé…
Suspirando por esos recuerdos que me ponían
los pelos de punta, me di cuenta de que casi había llegado a la bifurcación del
camino que llevaba al montículo desde donde se podían discernir los primeros
tejados de las blancas casas que conformaban el pueblo. Ajusté más la capucha
que envolvía mi cabeza y apreté el paso para llegar lo antes posible, pero
cuando estaba a punto de alcanzar el primer árbol con el letrero que anunciaba
la aldea, un ligero roce en mi espalda me hizo saltar del susto.
Jadeando, me volví y me encontré con Ferdinand.
—Isobel… qué sorpresa tan agradable. —Su
boca ofreció unos dientes blancos como perlas.
—¿Qué
haces aquí? —le espeté de mala manera; era mi maniobra de defensa.
—Voy al pueblo, creo... que igual que tú —contestó
ignorando mis malas formas—. Podemos ir juntos.
—¿Sabe Blancanieves que estás aquí? —Su
sonrisa se borró cuando hice mención a su novia.
Esperaba que se enfadara como lo había hecho
otras veces porque, cuando me acosaba más de una vez al día, yo le recordaba —y
creo que lo hacía más bien por fastidiar— , que se suponía que iba a casa a ver
a su princesita y no a mí. Pero esta vez no se enfadó y, en cambio, subió el
rostro y me miró con gesto divertido.
—¿Se puede saber de qué te ríes? —quise
saber.
—Hoy estás muy guapa, Isobel. —Su mano
retiró la capucha y dejó al descubierto mi cabello dorado. Debí apartarme, irme
de allí corriendo, insultarle y maldecirle, pero me quedé paladeando el
contacto de su mano contra mi mejilla como una boba.
No me había dado cuenta que había cerrado
los ojos hasta que Ferdinand movió su mano y el contacto desapareció.
Su gesto era exultante, demasiado para mi
tambaleante orgullo. Cogí aire y conseguí alejarme unos pasos de él.
—¡Déjame en paz! Vete donde deberías estar,
vete con ella —dije corriendo hacia las rocas que colindaban el camino.
Oí cómo Ferdinand seguía mis pasos y me
volví furiosa.
—¡Déjame! —le grité de nuevo. Cuando iba a
maldecirle, el príncipe cortó mis palabras asiendo mi cintura con una mano
mientras que con la otra sujetó mi nuca, quedándose a escasos centímetros de mi
rostro.
—Sé que lo deseas tanto como yo. He visto cómo
me miras, Isobel.
—No… —logré decir en un débil gemido. Pero
ya era tarde, sus ojos me hipnotizaban anulando toda mi coherencia. Ya no podía
acordarme de mis hermanas, de Blancanieves ni de la bruja que debió cargársela
de verdad. Ahora sólo pensaba en aquellas manos que me torturaban y que hacían
que mi piel gritara su nombre reclamando más caricias.
Me dejé arrastrar y pronto me encontré
debajo del gran saliente de la roca donde mis hermanas y yo nos escondíamos de
niñas para asustar a las mujeres que venían del pueblo. Allí, refugiados tras los
espesos arbustos del bosque, Ferdinand fue desnudándome lentamente. Con manos
temblorosas, le despojé torpemente de su ropa admirando cómo las suyas ya
habían arrancado las mía, que yacía en el suelo.
Sus manos recorrieron mi cuerpo gimiente y,
anhelante de sus caricias, me atreví a tocar su pecho. Eso pareció volverle
loco y, sin dejar pasar un minuto más, se lanzó a mi boca sin dejarme apenas
respirar. Me encontré en el suelo antes de poder siquiera darme cuenta. Sus
dedos buscaban algo en mi entrepierna y, cuando lo encontró, sentí un delirio
desenfrenado que me dejó sin razón durante unos segundos. Pero eso duró poco.
Algo mucho más duro penetró en mí en el momento que de mi garganta iba a salir
su nombre, ahogándolo de dolor.
Eso ya no me gustaba, en cambio a él parecía
eximirle de todo raciocinio. Los jadeos se trasladaron de mi boca a mi oído.
Gemidos acompañados de un sí continuo, de un sí triunfante.
Yo no
me moví, estaba demasiado aturdida para hacerlo. Quería que acabara y, al mismo
tiempo, no quería que parara. Me gustaba verle contento, pero también me hacía
daño. Intenté pensar en lo que me deparaba el destino y sonreí. Con mi entrega
a él, Ferdinand sería mío para siempre. Yo sería la que comería perdices, no
Blancanieves. Él ya era mío. ¡Mío!
Cuando sus
jadeos cesaron, Ferdinand cayó encima de mi pecho, envuelto en sudor y
respirando profundamente. Por un momento creí que se había dormido y no me
atreví a moverme, pero al cabo de unos minutos subió su rostro hacia el mío,
sonrió y, dándome un beso en la comisura de los labios, se levantó.
—Eres maravillosa, Isobel. Ahora, vístete —dijo
cogiendo mi ropa que estaba desperdigada por el suelo.
—¿Qué les vamos a decir? —quise saber— . Mis
hermanas se van a enfadar conmigo, y no quiero pensar lo que dirá la princesa.
Debemos decírselo juntos —repuse. No me atrevía a hacerlo sola.
Ferdinand me miró unos segundos con una
tierna sonrisa.
—Vístete, Isobel —me repitió.
Hice lo que me dijo, pero cuando ya estuve
vestida, volví a insistir.
—¿Qué me dices? ¿lo haremos juntos?
Ferdinand vino hacia mí y me retiró el pelo
mojado del rostro.
—Isobel, eres preciosa, una maravilla de
criatura —sonrió de nuevo—, pero no podemos decir nada.
—¿Qué? —Estaba contrariada—. ¿Por qué?
—Tú sabes tan bien como yo que la princesa ha
sufrido un duro golpe hace poco. Nada menos que su madrastra ha intentado envenenarla.
¿Cómo podría yo ahora hacerle daño de esta manera?
—Pero… ¿no crees que es mejor decir la
verdad? —propuse.
—Mi querida Isobel, de momento tenemos que
mantener en secreto lo nuestro— Su mano acarició mi mejilla e hizo que se me
olvidara súbitamente al problema al que me enfrentaba.
—Está bien. Se lo diremos cuando tú digas —me
oí decir.
Ferdinand me sonrió complacido.
—Ahora… ve a por esos rábanos, Isobel.
Así estuvimos tres meses, escondiéndonos, amándonos
mientras en mi corazón crecía con fuerza lo que aquel día germinó en él.
Ferdinand siempre era cariñoso conmigo pero
esquivo y distante cuando nos encontrábamos fuera de lo que ya era nuestro nido
de amor. La culpabilidad le atormentaba, lo podía ver en sus ojos cada vez que
le pedía que dijéramos la verdad, pero esa bruma se disipaba para convertirse
en fuego cuando nos encontrábamos en aquel rincón del bosque que habíamos hecho
nuestro.
Era casi
mediodía cuando, yendo a recoger moras para un pastel que quería hacer Rose, oí
el sonido de los cascos de su caballo. Ese sonido era tan conocido para mí como
el cantar de los malditos pájaros de la remilgada princesa que ya odiaba con
todo mi corazón.
Al principio pensé que Ferdinand había ido a
casa, y al ver que yo no estaba allí, había ido a buscarme al bosque, pero
cuando vi que cogía el camino que llevaba al castillo en el que vivía la
madrastra de Blancanieves, una sombra de terror se cernió sobre mí. ¿Para qué
iba a ese lugar?, ¿había pasado algo para que Ferdinand se enfrentara de nuevo
con la bruja?
Impulsada por el temor de que algo malo le pudiera
pasar, corrí tras él gritando su nombre, inútilmente.
Sin aliento, llegué a las puertas de la
fortaleza. La montura blanca de Ferdinand se encontraba sola y bebía de la
fuente. Me acerqué y cogí una daga que sobresalía de una alforja que cargaba el
caballo. Subí por las retorcidas escaleras, estando a punto de caer por el
miedo. Cuando iba a torcer la esquina oí un sonido extraño y empuñé la daga con
fuerza. Si esa bruja hacía daño a Ferdinand, la rebanaría el cuello sin que me
temblara la mano.
Pero la madrastra no le estaba haciendo daño.
Asomada a la puerta entreabierta, observé con
horror cómo Ferdinand arremetía contra ella furiosas embestidas que ella
recibía gozosa. Mi garganta se secó y me volví para no seguir viendo la
traición que estaba ya clavada en mis pupilas. No podía moverme, de modo que
apreté mi espalda a la sucia pared y, me dejé resbalar sin tener apenas fuerzas
para taparme los oídos y dejar de oír los jadeos y ruegos de placer de los dos
infames.
Los jadeos
pararon y llegaron las palabras.
—Debes casarte ya con Blancanieves.
—No, hasta que esté seguro de lo que me
dijiste.
—¡¿Es que no me crees?!— dijo ella furiosa—,
solo casándote con ella la fortuna será nuestra.
—Todavía no he visto tal fortuna. ¡De nada ha
servido mi teatral actuación de salvarle la vida!
—No seas necio. La fortuna existe, y debes
confiar en mí. Era vital que todos creyeran en tu heroicidad, sobre todo
Blancanieves. Es tan estúpida que sólo se casará con un príncipe salvador.
No quise oír más, todo había sido una
mentira, un enorme e hiriente engaño.
Salí corriendo de aquel castillo y cuando
llegué a la casa del bosque me escondí debajo de las sábanas de mi cama. No
quería hablar con nadie, no podía dejar de ver en mi mente cómo Ferdinand me
había engañado. Las palabras que había oído no me importaban, las palabras de
la traición. Todo el gran embuste que había cometido con todos, no significaba
nada, porque lo que para mí era importante, era la infamia que había cometido
conmigo.
Yo odiaba a Blancanieves, había aprendido a
odiarla todo este tiempo y, aún descubriendo al verdadero Ferdinand, no había
conseguido que ese odio mermara.
Ese día no traje moras a casa. Ese día me
quedé en un rincón de mi alma, escondida y destrozada, llorando mi torpeza,
insultando mi ingenuidad, hasta que llegó la noche y a lo lejos oí mi nombre
impregnado de temor al verme en ese estado.
Mi hermana Rose apareció con una taza de
caldo detrás de la puerta seguida de todas las demás. Blancanieves iba con
ellas y, junto con mis hermanas, me recogieron del suelo en el que había caído hecha
un ovillo.
Esa noche fue Blancanieves quien cuidó de
mí, de una muchacha traicionada y herida por el que creía su amor verdadero.
Sus manos exploraron mi cuerpo en busca de heridas, no encontrando nada,
ignorando que la herida más profunda estaba supurando en mi corazón. Cuando
miré los ojos de aquella muchacha que me cuidaba con todo el amor del mundo, me
sentí ruin. Yo había sido traicionada, pero también había sido traidora. Había traicionado
su bondad, su dedicación a nosotros desde que vivía allí, odiándola
injustamente.
La mañana posterior a ese fatídico día fue
iluminada por un sol cegador, acompañado de los habituales pájaros que venían a
ver a la princesa. ¿Era cosa mía o me miraban con gesto acusador?
La mañana posterior a aquel día, Ferdinand
acudió con frutas para su novia, se acercó a mí y me obsequió con una caricia
cual cervatillo herido, preguntándome en silencio qué era lo que me ocurría.
La mañana posterior a aquel día me propuse
olvidarlo todo, pero cuando vi cómo miraba Blancanieves a Ferdinand, supe que
no lo conseguiría jamás.
Os preguntaréis que pasó después, ¿verdad?
Pues saciaré vuestra curiosidad.
La mañana posterior a aquel día en que conocí
la traición de Ferdinand, les conté todo a mis hermanas y a Blancanieves. Ellas
no me creyeron, pensaron que me había vuelto loca y Ferdinand hizo su actuación
más magistral, consiguiendo, una vez más, que todas y cada una de ellas cayeran
rendidas a sus pies y sintieran pena por mí, que había enloquecido.
¿Qué una enanita había llamado la atención de
un príncipe? Y lo más terrible ¿cómo osaba decir que él y la bruja…? ¡Era un
completo disparate!
Ahora estoy sola, recluida en una zona
oscura y fría del castillo. Lejos de la casita del bosque en la que me crié con
mis hermanas. Pero no os preocupéis, ya falta poco.
Creo que he oído un ruido. ¿Serán los
pájaros de Blancanieves? Oh sí, son ellos. Traen algo. Bien, es la daga que
encontré aquel día en la alforja de Ferdinand.
—Gracias pajaritos.
Dentro de exactamente once minutos se abrirá
la puerta de la habitación en la que me tienen encerrada y él vendrá, intentará
seducirme como lo hace siempre. Entonces, cuando esté cerca, muy cerca, sacaré el
puñal que ya he escondido entre mis ropas y… todo acabará.
© GIULIA XAIREN
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CON NOMBRE Y APELLIDOS
Publicado en ARQUEOBLOG, un interesante blog sobre arqueología, donde se cuentan cosas sobre esta profesión de forma sencilla, amena y divertida.
Adrián Carretón, director del sitio mencionado, me pidió que escribiera un relato que tuviera tintes de arqueología, de modo que no me lo pensé y aquí tenéis la primera, la segunda parte y el desenlace.
Qué lo disfrutéis.
PINCHA EN CADA UNO DE LOS ENLACES Y TE LLEVARÁ AL RELATO
ⒸGIULIA XAIREN
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